jueves, 25 de febrero de 2010

XI.

Al abrir la puerta del edificio el sol le cegó los ojos. Aquella inmensa estrella emitía más luz que nunca, pues ya se sabe que en el verano la mínima lágrima de oscuridad desaparece. Agua respiró aquel aire fresco de manaña y parecía que el perfume del mar ya estaba con ella, pero hasta pasadas unas horas no llegaría al pueblo. Las clases habían acabado el viernes, y había aprovechado el fin de semana y el lunes para despedirse de todos sus compañeros, a quienes no volvería a ver hasta finales de Septiembre. Un día del curso, poco después de volver del pueblo, Agua había conocido por casualidad a una ahora ya casi íntima amiga, con la que compartía con ella gustos que antes pensaba que la hacían única. Pero no, Callan (de origen alemán), era incomprensiblemente idéntica a Agua.
Saliendo del edificio con su pesada maleta, vio al taxi aparcar al otro lado de la carretera. Una vez en la estación recibió la llamada de sus padres, que querían saber a qué hora su hija estaría de nuevo con ellos. Agua estaba más que impaciente por volver a ver la iglesia. No quería confesar que, fuera de todo misterio, extrañaba contemplar aquella maravilla humana. San Mario Marítimo siempre había formado parte de ella, y había pasado demasiado tiempo sin verla. A Agua le fascinaba contemplar cada detalle, cada punto que se había dibujado en el aire formaba para ella algo inconscientemente sagrado.
Le había narrado todo con precisión a Callan, quien, admirada por las historietas y la novela en sí, había ayudado a Agua a buscar una información hasta conseguir una dirección. Lo que no sabía Agua era que se encontraba en su mismo pueblo, hasta que poco antes del día del regreso, la buscó y el resultado fue sorprendente, estaba a poco más de tres kilómetros de su antigua casa.
Por eso no podía esperar. Llegó a la estación a las ocho, pero a sus padres les dijo que fueran a recogerla a las diez. Cogió un taxi y le entregó al conductor un papel con la dirección.

-¿Es aquí? - preguntó cuando el taxista se retiró de la carretera.
- Sí, es esa casa, ¿no?. Déjame ver...sí, es aquí.
- Espere un momento, por favor.

Agua, estupefacta, observó la casa de la familia Lago. Lo único que sabía era que el padre tenía una taberna que sólo abría los veranos, ignoraba a qué se dedicaba el resto del año.

Salió del taxi y abrió la pesada verja. Cruzó el jardín y llegó a la puerta, sientiendo que su corazón impulsaba la sangre más fuerte que nunca. Timbró. Esperó.

- ¿Quién eres? - Un joven le abrió la puerta, y pronunció las dos palabras con acento extranjero.
- Quería hablar con Ero, ¿eres tú? - Agua sabía que no podía ser él, era demasiado joven.
- No, lo siento, Ero es mi padre. No es...los martes nunca es por casa, creo que va a pescar, cerca de iglesia, le gusta mucho. ¿Quiere decirle algo?. - Agua pensó : "usted hablar indio", pero dijo:

- Oh, no;...ya vendré otro día. Muchas gracias.

El muchacho se dispuso a cerrar la puerta y, apártandose para alcanzar el pestillo, dejó a la vista de Agua una foto colgada de la pared. Se trataba de dos enamorados sonriendo ante el Muro de Berlín. La puerto se cerró. Era él. Ero. El hombre que Agua había visto en la iglesia.

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