martes, 16 de febrero de 2010

X.

Aquella primera visita a la iglesia cambiaría para siempre su forma de ver a su familia. La familia Lago había sido siempre una familia de gran prestigio desde tiempos remotos, pero al ver lo que la iglesia ocultaba se asqueó de pertenecer a ella. Por eso no le fue demasiado difícil cambiarse el nombre. Pero a pesar de que por una parte lo que había oculto en la iglesia le asqueaba, no podía evitar visitarla cada día, porque a la vez le maravillaba el contenido del templo; así como el templo en si mismo, con sus arcos apuntados, las bóvedas de crucería, los triforios, las enormes y espléndidas vidrieras a las que ninguna foto podía captar la belleza que encerraban…
Después de su visita rutinaria, regresaba a casa con la mente aún en la iglesia, a la que había aprendido a apreciar como a ningún ser humano desde que tenía ocho años a excepción de su hijo. Eso era lo peor de tener un secreto de tal envergadura: aunque te relaciones con otra gente, en tu interior te sientes diferente, separado de los demás por el conocimiento que esconde tu interior y la cautela que te hace medir cada palabra, con miedo de que, a pesar de no pronunciar en voz alta tu verdadera historia desde la infancia, digas algo que no deberías decir y reveles lo que durante tanto tiempo llevas ocultando. Tantos años contando la misma mentira y le suena tan falsa como el primer día.
Pero ¿que podía hacer sino continuar con la farsa? El mundo se escandalizaría si supiera lo que su familia había hecho hace tantos años y el sería lapidado como el único culpable, por ser el último descendiente Lago con el conocimiento de lo que se ocultaba en San Mario Marítimo.
No, nadie podía saberlo, al menos no todavía. Algún día él debería revelárselo a su hijo al igual que su padre se lo había revelado a él, y aunque una parte de el deseaba que ese día llegara para poder descargar el peso que llevaba en alguien, otra parte se resistía a hacerlo, al recordar el brusco giro que dio su vida ante el conocimiento del misterio de la iglesia. Por eso, aunque la tradición marcaba que su hijo debía tener conocimiento de lo que su familia había ido pasando de generación en generación, a la edad de ocho años, había dejado que el tiempo pasara, hasta llegar su decimoctavo cumpleaños. Y ahora había llegado el momento.
Había programado que ese verano su hijo vendría a pasar las vacaciones con él, y entonces se lo diría, y probablemente le cambiaría su vida para siempre, como había cambiado la suya.
En Semana Santa decidió llamarle para decirle que ese verano debía pasar el verano en el pueblo con él. No le hizo mucha gracia, ya que planeaba hacer un viaje con sus amigos de universidad, pero ante la insistencia de su padre aceptó. Ahora debía ir hasta la iglesia ya que era martes, pero al llegar allí se encontró con algo que no esperaba. En la iglesia había una joven, probablemente de la edad de su hijo, y estaba intentando abrir la puerta. La sangre le huyó del rostro de la impresión. ¿Quien era esa chica y que hacía intentando entrar en San Mario? Sabía que sin la llave le sería imposible entrar, pero le asustó el hecho de que lo intentase. ¿Acaso sabía algo? Pero eso era imposible, solo él sabía lo que se ocultaba allí. Nadie había entrado en la iglesia aparte de él desde que era un niño.
Entonces se fijó en la bicicleta que había dejado junto a unos arbustos y la reconoció. Era la hija de la panadera del pueblo. Recordaba que tenía un nombre muy raro, algo así como Agua. Cuando era pequeña pasaba mucho tiempo por allí, pero hacía mucho que no la veía. Había oído que se había ido a la universidad, pero debía de haber vuelto por las vacaciones de Semana Santa. De todos modos, se dijo, debía tener cuidado, no le convenía que nadie lo viera entrar en la iglesia, aunque fuera una estúpida chica entrometida.
Cuando se fue se apresuró a sacar la llave para poder entrar en la iglesia y maravillarse una vez más con el esplendor que le rodeaba. Y entonces, al regresar al interior al que solo él podía acceder, volvía a ser Jacques Lago.

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