jueves, 11 de febrero de 2010

IX.

Como cada martes al atardecer, y tras ver su programa favorito, se levantó, cogió aquel chintófano cuyo nombre nunca recordaba y salió de casa. Su vivienda era un edificio enorme y de piedra, con un exterior sencillo pero claramente perteneciente a alguien adinerado. Se puso los cascos de aquel chisme y empezó a escuchar música. Hacía mucho frío, y se arrepintió de no haber cogido el abrigo de invierno, pues le esperaba una larga caminata. Las canciones empezaron a pasar, una tras otra, y despertaban el cansancio de aquel hombre, cuyos ojos se abrían más y más con cada nota. Le fortalecía escuchar aquellas maravillas al máximo volumen hasta que su cabeza le pedía un descanso. Tener la sensación de ser el dueño de las notas, de manejar cada una de ellas con su mente dentro de su cabeza, hasta que por su boca salían todas y cada una de aquellas palabras en otros idiomas, que pronunciaba como podía, y ahí la canción dejaba de vivir dentro de su cuerpo hasta volver a escucharla. Comprendía lo que escuchaba a pesar de que los conocimientos que tenía de aquellas lenguas se habían ido difuminando con el tiempo, desde el primer día en que dejó su país.

Aquel día, recuerda, uno de los más felices de su vida. Era todavía muy joven, y le hacía ilusión volver a ver a sus abuelos, pues siempre le daban muchas golosinas. Nunca había entendido por qué sus padres habían abandonado aquel pueblo. Sólo lo había visitado un verano, y tenía claro que era el lugar en el que quería vivir, porque aquel pueblo le hacía sentirse vivo. Cuando le dieron la noticia no se lo podía creer. Iba a vivir allí, al lado del mar, podría jugar en los infinitos campos, en los que había pasado sentado tardes enteras sólo contemplando el increíble color de la hierba.
Al llegar a su nuevo hogar, él y sus padres fueron a visitar a sus abuelos. Cenaron allí, una pequeña casa, recuerda aquel banquete como una noche muy feliz, pues había tarta de chocolate de postre. Pero lo que mejor recuerda es lo que pasó al volver a su recién estrenada casa. Al abrir la puerta, comenzó a subir las escaleras hacia su cuarto hasta que, de repente, su padre lo llamó con una voz muy seria.
-Jacques, baja ahora mismo- El niño giró su cuerpo y comenzó a bajar las escaleras - Quiero darte algo muy importante. - El padre sacó una llave del bolsillo y la posó en la mano del niño. - Prométeme que no la perderás nunca. Es muy importante, mañana sabrás por qué.
-Vale papá, te lo prometo - sonríe el joven.
-Espera, no te vayas. Otra cosa muy importante : si te preguntan cómo te llamas, no digas Jacques. Ya elegiremos un nombre que te guste, ¿de acuerdo?
- ¿Por qué? A mí me gusta mi nombre...
- Todavía es muy pronto para que lo comprendas, Jacques, cuando seas mayor te lo contaré todo.
-¡¡SIEMPRE DICES LO MISMO!!.

Jacques recuerda perfectamente como continuaba la escena : se daba la vuelta y subía las escaleras a toda prisa, muy enfadado con su padre, quien al día siguiente lo llevó a la iglesia que estaba ahora delante de él. Ya había llegado a su destino. Recuerda aquella mañana a la perfección : su padre, tras explicarle el complejo sistema de la cerradura, le había mandado abrir a él la puerta para comprobar que había aprendido correctamente cómo hacerlo. Cuando empujó con sus delicadas manos la pesada puerta, sus ojos brillaron como nunca al contemplar aquel prodigio. Mientras en la mente de Jacques pasaban aquellas imágenes como si de una película en blanco y negro se tratase, buscaba aquella vieja llave en sus numerosos bolsillos.
Cuando abrió la puerta como cada martes, Jacques volvió a asombrarse ante tanto esplendor.
Él era Jacques Lago, aunque su nombre no se había vuelto a utilizar desde la noche en la que su mano recibió la llave.

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