martes, 22 de junio de 2010

XVIII.

Johann estaba confuso. ¿Qué estaba pasando con su padre? ¿Porqué nunca le había hablado de esa iglesia? Tenía que calmarse antes de llegar a casa, o sus padres se darían cuenta de que le sucedía algo, pero no podía dejar de pensar en lo que Agua le había dicho y en todo lo que había visto en la iglesia. Podría ser que la chica se equivocase, o incluso que estuviese loca, pero por alguna razón le había creído. No sabía si era por su convicción al contárselo, o por la chispa de fascinación que había visto en sus ojos, pero hizo que le pareciese que todo lo que le había contado tenía sentido.
Los papeles que había encontrado en la iglesia, en alemán, eran testamentos. Solo había leído el primero, que parecía el más reciente, y en él ponía que un tal Arturo Lago cedía, con su muerte, la propiedad de la iglesia de San Mario Marítimo con todo su contenido a Jacques Lago. Johann nunca había oído ese nombre, pero si la iglesia pertenecía a ese Jacques, ¿porqué su padre tenía la llave? ¿Podría ser que se la hubiese robado a su legítimo propietario? Lo peor de todo era que no podía preguntárselo a su padre, porque entonces le preguntaría como sabía que la llave abría la iglesia, y donde la había cogido, y entonces correría el riesgo de que denunciase a Agua.
Bueno, lo mejor sería que volviese a casa e intentara devolverle la llave a su padre sin que se enterara. Se puso de nuevo los cascos y volvió caminando al ritmo de la música otra vez. En poco tiempo llegó a casa y llamó a sus padres:
- ¡Padre! ¡Madre! ¿Estáis en casa?
Nadie contestó, y la cocina y el salón estaban desiertos. Seguramente habían salido a algún lado. Debía aprovechar ese momento, antes de que regresaran, para dejar la llave en el despacho de su padre. Abrió la puerta sin apenas hacer ruido, y entró por primera vez en aquella habitación que le había estado vedada durante su infancia. Recordaba que siempre que iban a pasar una temporada a aquella casa su padre le prohibía terminantemente entrar en aquella habitación. Siempre se había preguntado porqué, pero por respeto nunca había incumplido la prohibición de su padre... hasta ahora. Tal vez allí encontrase algo que aclarase un poco el asunto de la iglesia.
A simple vista no vio nada que mereciese la pena mencionar. En la cuadrada habitación había una cara alfombra que cubría todo el suelo y un escritorio en el centro de la estancia. Además, todas las paredes, a excepción de la que tenía la puerta que daba al pasillo, estaban cubiertas de estanterías repletas de libros. Johann se dirigió al escritorio e intentó abrir los cajones, pero solo lo consiguió con el primero, ya que los demás estaban cerrados con llave. Dejó la llave de la iglesia en el primer cajón, y se dispuso a salir, desilusionado por no haber encontrado nada interesante, cuando se le ocurrió que tal vez hubiese algo escondido entre los libros. Empezó a sacar algunos al azar y a ojearlos, pero no encontró nada. Entonces oyó la voz de su padre a sus espaldas:
- Johann hijo, ¿qué haces aquí?
- Siento haber entrado sin avisar padre, pero no había nadie en casa, y decidía venir a coger un libro para entretenerme, ya que Internet sigue sin funcionar - inventó rápidamente Johann.
- ¡Aaah! Si, es cierto, hace poco se calló una antena de telefonía en el pueblo. No te preocupes, coge lo que quieras.
- ¿Te encuentras bien padre? Pareces preocupado.
- Si, no te preocupes. ¿Has visto algún título que te llame la atención?
- Eeh...si - dijo mientras leía el título del libro que tenía en las manos - Diez negritos de Agatha Christie.
- Excelente elección, es muy interesante, ya verás como te gusta - dijo Ero mientras se sentaba ante el escritorio.
- Por cierto padre, hoy he ido a dar un paseo y he conocido a una chica que me va a dar clases de castellano. He quedado mañana con ella. ¿Te parece bien?
- Claro, claro. ¿Como se llama?
- Agua. ¿La conoces?
- Si, creo que es la hija de un albañil del pueblo.
- Estupendo entonces. Gracias por el libro.
Mientras cerraba la puerta Johann oyó como su padre abría el primer cajón del escritorio y murmuraba: que raro, no recuerdo haberla dejado aquí...

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